En ocasiones lo esencial de una historia no está en su núcleo, sino en todo lo que la envuelve, en las múltiples capas que componen un suceso determinado. Cuando en 1784 Immanuel Kant publicó sus Ideas para una historia universal en clave cosmopolita pensaba, precisamente en eso, en dotar de contexto a su Crítica de la razón pura. Aunque nos hayamos habituado a ver a Kant como a una especie de referente intemporal lo cierto es que vivió y escribió en la Prusia del último tercio del siglo XVIII y, por tanto, inmerso en el movimiento ilustrado europeo.
Este pequeño trabajo de Kant es una especie de compendio de lo que eran (y son) los cimientos sobre los que asentó un intento por conseguir un conjunto de realidades consideradas bienes (valores) y por tanto deseables, a través del establecimiento de un orden y un método definidos (razón). Nuestro sentido común procede en realidad de ese intento.
El trabajo de Kant resultó germinal en cuanto a la necesidad de conseguir una de esas realidades deseables que no era otra que la de, como el propio título indica, avanzar en la construcción de un Estado cosmopolita universal. Esta idea kantiana es una especie de prefiguración de lo que hoy llamamos globalización.
La globalización, por tanto, forma parte de aquello que podemos considerar consustancial a la moderna cultura occidental. Tan imbricada se encuentra en nuestra forma de ver las cosas que pasa inadvertida en cuanto a su carácter de deseo, de proyecto y, de ese modo, nos habíamos habituado durante decenios a considerarla más bien una realidad inmutable, inevitable. Ese deseo de globalización, tan profundamente arraigado en nosotros está sufriendo en los últimos tiempos duros golpes que no es necesario enumerar por evidentes; la cuestión que de nuevo se plantea es como a consecuencia de los mismos uno de esos valores aparentemente inmutables y sólidos se resquebraja. La desglobalización acelerada a la que asistimos desde los embates de la crisis económica de 2007/08 y que, sin duda, la actual pandemia acelerará aún más, no son una sorpresa para cualquier lector atento que se acercara a la Historia Contemporánea. Los ejemplos de procesos de explosiones globalizadoras y desglobalizaciones igualmente rápidas siguiendo los ritmos cíclicos de las economías de mercado construidas desde finales del siglo XVIII están perfectamente reconocidos y a disposición de cualquiera que hubiera tenido interés en ellos.
Precisamente eso, interés, es lo que faltó, y no es algo casual o irrelevante, es el efecto de una ceguera, de un sesgo que conduce a error introducido por el conjunto de la razón y los valores ilustrados sobre los que se asientan nuestras convicciones más profundas. El problema es por tanto agudo. No se trata sólo de un pequeño error a la hora de enfocar un suceso histórico es más bien un fallo estructural de nuestro marco conceptual.
Una vez más los efectos que se esperaba produjera ese deseo-valor, la globalización, no fueron (o son) los esperados. El resultado, una vez más, no es otro que la disonancia de la que ayer hablábamos y que está conduciendo al derrumbe de otro de esos valores ilustrados de los que también ayer hablábamos. El peligro está en que mientras nuestros deseos-valores se colapsan a nuestro alrededor no hemos sido capaces de construir una razón alternativa y que, por tanto, mucho nos tememos que las soluciones al actual derrumbe no podrán venir más que de una profundización y radicalización de la única razón disponible; una razón centrada, como ya vimos también ayer, en el egoísmo y la competencia. El problema por tanto no se encuentra en el derrumbe mismo, sino en la falta de una razón alternativa que nos oriente sobre que desear-valorar que sea menos tóxica que la que actualmente domina nuestro sentido común.
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