domingo, 28 de agosto de 2016

UNA COMUNIDAD DE EXTRAÑOS

Michael Sandel en un ensayo titulado El liberalismo y los límites de la justicia apunta una de las principales características de nuestro presente al explicar como (…) No son los egoístas sino los extraños (…) los que conforman la ciudadanía de [la modernidad].
Los nuevos modernos canónicos nos explican, casi diariamente, como debemos esforzarnos por desvincularnos tanto del espacio como del tiempo. No debemos atarnos a ningún territorio concreto ni debemos inscribirnos en ningún flujo temporal que nos desborde como individuos. Según las prescripciones del nuevo canon del comportamiento moderno el individuo ideal es aquel que carece de vínculos que restrinjan su libertad, cualesquiera que estos sean. La palabra extraño resulta clave. En sus diferentes acepciones esta palabra hace referencia a quien no pertenece a la familia, al que no forma parte del hogar. Se refiere siempre a algo exterior pero, más interesante aún es uno de los sinónimos de extrañar, que no es otro que desterrar. La pregunta que debemos hacernos es: ¿en qué momento algo considerado como un castigo terrible que no era sino la desvinculación forzosa de una persona respecto de sus relaciones (afectivas, territoriales...); la expulsión de su “hogar” en un sentido amplio, pasó a ser considerado algo deseable? El nuevo individuo ideal, perfectamente adaptado al mundo globalizado, debe ser un individuo sin hogar, desterrado... extraño. Pese a todo algo en nuestra naturaleza se resiste intuitivamente a adentrarnos en ese camino de extrañeza generalizada provocando un gran desasosiego en nosotros.


Para hacer soportable lo que durante generaciones fue considerado como uno de los peores castigos posibles hemos desarrollado una enorme variedad de sucedáneos que nos ayudan a sobrellevar nuestra moderna extrañeza. Sucedáneos de vínculos, sucedáneos de comunidades... que conducen a la muy moderna contradicción apuntada por Sandel de comunidades de extraños.
En algún punto del camino recorrido desde la revolución industrial la conexión existente entre conceptos como hogar y vínculos que a su vez deben ser cultivados y que conducen a eso que llamamos civilización se quebró y dio lugar a otra cadena conceptual dominada por la extrañeza, la falta de cultivo de vínculos entre individuos y que no puede conducirnos sino a la barbarie.

La próxima vez que nos tienten con relatos de una desvinculación dichosa debemos preguntarnos ¿de verdad anhelamos el castigo?



sábado, 13 de agosto de 2016

NEOLIBERALISMO Y PALEORESULTADOS

W. Eucken


Para comprender de un modo cabal muchas de las situaciones políticas y económicas actuales se hace necesario incorporarlas a un relato que nos permita analizarlas de un modo no aislado. El mejor relato se puede encontrar en las palabras de los propios constructores de un programa político y económico muy peculiar. Este programa es peculiar por qué, desde un principio, no se diseñó como un ideología doctrinal, rígida, sino más bien como una herramienta, como un complejo diseño cultural -que incluye aspectos sociales, económicos, políticos...- cuyo fin último era el gobierno eficaz de los hombres. Se trata de un sistema de ejercicio del poder.
Este programa cultural con finalidades políticas se preparó en el contexto centroeuropeo durante los difíciles años del período de entreguerras. Surgió como un esfuerzo dedicado a comprender qué había sucedido en el ámbito de las economías dirigidas por el “laissez-faire” desde principios del siglo XIX. Como cualquier esfuerzo comprensivo tuvo una importante carga de autocrítica y de estudio detallado y atento de autores que no se podían encuadrar en su espectro ideológico. Los constructores de este “nuevo” pensamiento procedían del ámbito del liberalismo, y desde este punto, y siendo conscientes del enorme desafío que iban a suponer las políticas de centralización económica y de prioridad de lo social que iban a dominar Europa en los próximos decenios -lo que después se denominó keynesianismo o políticas de pleno empleo- comenzaron un trabajo de reconstrucción crítica, seria y concienzuda del propio liberalismo. En el marco de la denominada Escuela filosófica de Friburgo autores como Walter Eucken* y Franz Böhm elaboraron esta herramienta cultural de control político que se denomina ordoliberalismo.
Los primeros pasos se dieron en el marco de una inteligente autocrítica. Se hicieron las preguntas pertinentes y buscaron respuestas, lejos de los prejuicios ideológicos, sobre qué había fallado para que Europa se sumiera en el abismo. Algunas de esas preguntas fueron:

¿Cómo armonizar el interés individual y el interés general en una sociedad compleja?

¿Cómo hacer frente al problema de la dirección en un sistema económico enormemente diversificado desde el desarrollo de la división del trabajo? ¿Cómo definir los fines hacia los que debemos encaminar nuestros esfuerzos y qué medios emplear?

¿Es compatible la democracia con los órdenes económicos que surgen de la política del “laissez-faire”? ¿Hasta qué punto son compatibles?

Estas son preguntas que hoy vuelven a tener una extraordinaria vigencia. La finalidad fundamental era: ¿cómo conservar una sociedad centrada en la libertad individual, con una economía de mercado y que evitara la que, ellos consideraban, una aparentemente imparable pendiente hacia el socialismo?
En primer lugar comprendieron que el sistema económico, en contra de lo defendido por el liberalismo del “laissez-faire”, no era un fenómeno natural. Era una construcción institucional, en la que, el papel de Estado, debía ser central. Para ellos la clave de arco de cara a mantener indemne al individuo en un contexto de desarrollo de lo social era fomentar una economía de mercado, en la que el eje central debía ser la competencia. La competencia debía extenderse a todos los ámbitos, como garantía de permanencia del individualismo frente a lo colectivo. Competencia entre individuos, empresas, Estados... y el papel del Estado de aquí en adelante debía ser, precisamente, garantizar institucionalmente dicha competencia.
Tras estudios largos y rigurosos que abarcaban ámbitos como la filosofía, la economía, la historia o el derecho concluyeron en un programa concreto cuya finalidad última no era comprender la “verdad” del mundo, ni hacer el “bien”, ni construir un mundo ideal que traer al mundo real. Era a la vez algo más simple y más ambicioso: comprender las leyes básicas del funcionamiento humano desde un punto de vista individual y social para, desde estas, gobernar a los hombres. ¿Cómo convertir en "real" su "mundo ideal"?
El ordoliberalismo denominó a esta construcción social política y económica el orden de la competencia. Los principales puntos constituyentes de esta construcción cultural compleja con fines de control político fueron:

1º) El mejor método de dirección en un sistema dominado por la división del trabajo es un sistema de precios en concurrencia perfecta, un mercado. “Este mecanismo de precios es el punto estratégico desde el que se domina la totalidad y sobre el que hay que concentrar todas las fuerzas (...)”

2º) “Todos los esfuerzos para realizar un orden de competencia resultan estériles en tanto no se asegure una determinada estabilidad en el valor del dinero. La política monetaria posee por ello un carácter central en el orden de competencia. La política monetaria tiene un sentido de orden político, como instrumento de dirección utilizable. Esta política monetaria debe ser dirigida lo mas automáticamente posible.”

3º) Se debe realizar un esfuerzo para crear un mercado internacional. Para llevar a cabo el orden de la libre competencia es prioritario que los mercados sean abiertos. Este debería ser un principio constitucional jurídico y económico.

4º) La propiedad de los medios de producción debe ser privada. Pueden existir empresas en manos del Estado pero las mismas deben encuadrarse en mercados de libre competencia. “Si surgen monopolios por falta de control de la competencia el poder de disposición sobre la propiedad privada habrá de eliminarse”. La idea de defender mercados abiertos es que en ellos es más fácil fomentar la competencia.

5º) Para mantener el orden de la competencia es necesario que la política económica sea estable, persistente en el tiempo. Se debe crear una atmósfera de confianza garantizada por la constancia en la política económica. “La política económica crea un marco jurídico-constitucional económico utilizable para el proceso económico; a dicho marco ha de atenerse rígidamente y alterarlo sólo con el máximo cuidado.”

6º) Todos estos principios están conectados entre sí, de modo que el orden de la competencia no sólo se manifiesta en lo económico, sino que tiene un gran influjo en el orden social y jurídico. En síntesis el orden de la competencia es un mecanismo eficaz para la dirección, para establecer fines.

Los seis principios enumerados forman parte de lo que W. Eucken llamó principios constituyentes del orden de la competencia pero, además, debían establecerse también una serie de principios reguladores:

1º) Debe crease una “oficina de la competencia” que debe ser tan importante como el tribunal supremo.

2ª) Para el mantenimiento del orden de la competencia es imprescindible limitar la progresividad fiscal.

Este ambicioso programa político fue redactado por W. Eucken en los ya lejanos años cuarenta, justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Fue escrito en un momento de enorme debilidad y desprestigio del liberalismo tanto en Europa como en el resto del mundo. Lo asombroso es el modo en que, en momentos de zozobra, desde las filas liberales comenzaron un proceso de reconstrucción teórica que les permitió tener disponible una potente arma conceptual cuando las circunstancias fueron otra vez propicias para sus intereses. Los años setenta fueron ese momento propicio y,desde entonces, su triunfo ha sido total. Este triunfo se hace manifiesto en el hecho de que, para una parte importante de nuestros conciudadanos, el programa esbozado por Eucken ya no es un programa político que discutir. Es la “realidad”. El neoliberalismo sustanció su triunfo en la construcción de lo que Foucault denominó un régimen de veridicción.

Como vemos el camino para la izquierda es largo y dificultoso. Aún no hemos hecho el necesario trabajo de reconstrucción y autocrítica de nuestras herramientas conceptuales o, en todo caso, no hemos sido capaces de tenerlas a nuestra disposición cuando las circunstancias han sido propicias. De todos modos los problemas y dificultades extraordinarios por los que atravesamos son derivados, consecuencias, de la puesta en práctica del liberalismo. Pese a todo y como hemos tenido ocasión de experimentar los efectos de las políticas neoliberales han sido más bien paleoresultados. 

Walter Eucken, Fundamentos de política económica, Rialp, Madrid, 1956

miércoles, 10 de agosto de 2016

EL RETORNO DE LAS SOCIEDADES ADQUISITIVAS

R. H. TAWNEY

Resulta sorprendente que para comprender nuestro presente sean más útiles libros descatalogados, no editados desde hace décadas, que han sido expurgados de las estanterías de muchas bibliotecas y que han acabado en librerías de viejo. Un pequeño libro, titulado La sociedad adquisitiva, publicado en 1920, anticipó muchas de las realidades del mundo en el que hoy vivimos. Su autor R. H. Tawney, profesor de Historia Económica en Londres definió los problemas derivados de construir una sociedad sobre la avaricia. Además, empleó un término para definir a estas sociedades: sociedades adquisitivas. Hoy, noventa y seis años después, vivimos inmersos en una sociedad adquisitiva.

La idea de construir sociedades en torno a la codicia había surgido en la Europa de los siglos XVII y XVIII, apoyada en el deseo de utilizar a esta propensión humana como una herramienta que ayudara a controlar otras propensiones que en aquel momento se consideraban más peligrosas como la ambición de poder. Lo que Tawney muestra es como, lejos de constituir un vicio inocuo, la codicia podía resultar letal para la constitución de sociedades humanas. No se trata de un alegato pueril y superficial, sino de una observación de la naturaleza humana más alejada de las ensoñaciones de una “ciencia” económica que contempla a esa naturaleza de un modo esquemático y más cercana a los matices y las complejidades de esa naturaleza que muestran la antropología o la historia. Así, Tawney no niega que la avaricia forme parte de la naturaleza humana, pero hace una crítica certera al hecho de utilizarla como eje en torno al cual construir un sistema social y económico:

Es evidente, desde luego, que no hay ningún cambio de sistema o mecanismo que pueda evitar causas de malestar social tales como el egoísmo, la codicia y la belicosidad de la naturaleza humana. Lo que se sí puede evitar en cambio, es la creación de un ambiente en que no sean ésas las cualidades que se fomenten.”

No se trata, por tanto, de negar estos impulsos, sino más bien, de evitar que sean los principios rectores de nuestras sociedades.

Para Tawney las sociedades adquisitivas eran aquellas construidas sobre estas bases y las definió con las siguientes palabras:

Tales sociedades pueden llamarse sociedades adquisitivas, porque toda su tendencia, interés y preocupación es fomentar la adquisición de riqueza. El atractivo de esta concepción debe de ser poderoso, pues todo el mundo moderno se halla bajo su hechizo. (…) El secreto de su triunfo es evidente. Constituye una invitación a los hombres para que usen los poderes con que han sido dotados por la naturaleza, la sociedad, el talento, la energía, el implacable egoísmo o la simple suerte, sin preguntarse si existe algún principio en atención al cual deba limitar su ejercicio.”

Ahora bien: ¿qué consecuencias provocaría la construcción de sociedades de este tipo? La respuesta de Tawney a esta cuestión es que los efectos serían brutales, y pasó a enumerarlos. Hoy, en agosto de 2016 muchos de los efectos descritos por Tawney no sólo nos resultan familiares, sino que para una parte sustantiva de la población han pasado a ser considerados de “sentido común”.
En las sociedades adquisitivas se pretende el gobierno de los hombres a través del fomento de la codicia, de su afán de lucro y éste pasa a ser el único criterio a tener en cuenta a la hora de juzgar las actividades que se desempeñan dentro de esa sociedad. El ánimo de lucro eclipsa a cualquier otra consideración. De este modo se confunden los medios con los fines, o más bien, el único fin válido es el ánimo de lucro. Cualquier consideración moral sobre si esa actividad es deseable o es un despilfarro o un defecto carece de importancia. Recientemente hemos asistido a la modificación de las reglas contables utilizadas para medir el PIB en la UE y, desde entonces, en el mismo se incluyen actividades como la prostitución o el narcotráfico según su “aportación” a ese PIB.
Tawney resume los efectos sociales de esta omisión de la moral a la hora de definir los fines que deben dirigir la actividad económica:

Cuando se ha olvidado el criterio de función, el único criterio que queda es el de riqueza; y una sociedad adquisitiva venera la posesión de riquezas, como una sociedad funcional honraría, incluso en la persona del más humilde y más trabajador artesano, las artes de la creación.
Así, la riqueza se vuelve la base del prestigio social; y las masas de hombres que trabajan, pero no adquieren riquezas son consideradas vulgares, insignificantes y sin importancia comparados con los pocos que adquieren riquezas (...)”

En los últimos años hemos asistido a la corrupción de una “política” convertida en una mera herramienta a través de la que adquirir esa riqueza que es venerada en las sociedades adquisitivas. Las mordidas, los contratos amañados, la privatización de los servicios públicos … todo ello encaminado a facilitar una adquisición de riqueza que debe ser ostentosa para, de ese modo, conseguir prestigio social. Todo esto se acompaña de un enorme desdén por todos los intereses y actividades humanas que no contribuyan claramente a la actividad económica. Los debates generados en torno a las humanidades y, dentro de ellas, en torno a la filosofía son un buen ejemplo.
Otro efecto reseñable para Tawney de este tipo de sociedades es el desarrollo de enormes brechas de desigualdad:

Una sociedad regida por estas nociones es necesariamente víctima de una desigualdad irracional.”


En resumen, las consecuencias de erigir sistemas sociales y económicos sobre la avaricia no pueden ser otras que: el desarrollo del egoísmo, la eliminación de las discusiones y las preguntas sobre qué merece la pena ser hecho y qué no, la confusión entre medios y fines, el tratamiento fetichista de la industria, así como, una enorme desigualdad y con ella una gran desorientación del sistema productivo.

Supongo que todo lo descrito por Tawney resulta familiar a cualquiera que dedique un pequeño esfuerzo reflexivo a nuestro presente. Lo que hoy deberíamos tener muy en cuenta son las consideraciones finales que Tawney dedicó a cuál podía ser el punto de llegada de este camino:

Si los hombres no reconocen ninguna ley superior a sus deseos, tendrán que pelearse cuando sus deseos choquen (...)”

De modo que deberíamos intentar sustituir a nuestras sociedades adquisitivas, basadas en la codicia, por otras en las que fomentemos otras inclinaciones humanas menos perjudiciales para la sociedad:

¿Idealismo sentimental? En cualquier caso, téngase presente la alternativa. La alternativa es la guerra; y la guerra continua, tarde o temprano, significará algo así como la destrucción de la civilización”

Casi veinte años antes del estallido de la II Guerra Mundial Tawney no anduvo muy desencaminado respecto al futuro de la civilización en Europa.

¿Aprenderemos alguna lección? Veremos...







Tawney, R. H., The acquisitive society, New York, Harcourt, Brace & Howe, Inc, 1920 [Traducido al castellano en Alianza editorial, Madrid, 1972]


lunes, 1 de agosto de 2016

AVARICIA Y CONDICIONES POLÍTICAS DE PESADILLA

  En ocasiones lo esencial de nuestro tiempo pasa desapercibido. Mientras en los medios de comunicación se dedican incontables páginas, palabras e imágenes a lo accidental se relegan a la marginalidad, a las orillas de los flujos de la información los aspectos sustanciales que configuran el espíritu de nuestro presente.

  En 1977, Albert Hirschman publicaba un libro, hoy ya convertido en clásico, titulado Las pasiones y los intereses. En él, Hirschman reconstruía las largas cadenas de ideas que, desde los siglos XVII y XVIII, habían llevado a la edificación ideológica del capitalismo. Una primera gran mutación en el ámbito moral se produjo cuando uno de los pecados capitales, que San Agustín consideraba en igualdad en cuanto a su ignominia, se convirtió en algo inocuo, en una herramienta con la que domesticar las pasiones humanas y con la que mejorar el arte de gobernar a los hombres. Esos pecados capitales eran: la ambición del poder y la gloria, la lujuria y la avaricia. Fue en ese lapso de tiempo de doscientos años y a través de las obras de autores como Mandeville o Adam Smith cuando la avaricia, antes considerada un pecado peligroso, pasó a considerarse un instrumento, una “nueva” tecnología del poder que, siguiendo la estela de Maquiavelo, pretendía definir cómo son los humanos en realidad y aprovechar sus pasiones, sus pecados, para fomentarlos en vez de reprimirlos con el fin de conducir a los hombres. En algún momento a lo largo del siglo XVIII la avaricia dejó de ser considerada un pecado reprensible y pasó a denominarse interés. El uso de este eufemismo eliminaba las reminiscencias negativas de la anterior acepción pecaminosa. De este modo la avaricia, oculta bajo el término interés, fue la elegida por su constancia y su carácter predecible como pasión intemporal y omnipresente en todos las personas (sic), como la clave sobre la que construir un nuevo modo de pastorear hombres.

  En el mundo actual estas cadenas de ideas aparentemente lejanas, estos relatos académicos parecen insustanciales, accesorios. Sin embargo una mirada atenta a la actualidad hace que los mismos se muestren en toda su crudeza. Alejándonos ahora del ámbito académico y volviendo a nuestro rutinario mundo diario, deberíamos fijar nuestra atención en algo, tan aparentemente inocuo, como una serie de anuncios radiofónicos cuyo denominador común es el título: “No tenemos sueños baratos”. En ellos el Estado, para promocionar una Lotería apela a la avaricia más descarnada. Después de varios meses observando si se producía alguna reacción pública frente a esta campaña, por fin, una excelente carta al director de María Isabel Ferrari Pierro publicada por el diario El País el pasado 23 de julio expresaba perfectamente las dudas y conflictos profundos que este tipo de planteamiento debiera producirnos. La autora de la carta se expresaba en los siguientes términos:

Cada vez que oigo la publicidad de Loterías y Apuestas del Estado me digo que quizá no debiéramos propagar con tanta ligereza, banalidad y displicencia una imagen tan poco edificante de las debilidades humanas. Resulta triste y casi obsceno que se haga machaconamente hincapié en la supuesta tendencia del ser humano a corromperse, degradarse, abandonar todo orgullo por el trabajo bien hecho o cualquier viso de idealidad, ensoñación genuina, espiritualidad o solidaridad, en aras de perseguir como único objetivo los bienes materiales y hacer apología de la avaricia. Frases tales como “no tenemos sueños baratos”, “no importa cómo empiecen tus sueños, todos acaban igual”, “me gustaría estar forrao, forrao” (anunciante dixit), y siempre expresadas burdamente, demuestran a las claras la concepción de la naturaleza humana que subyace en dicha campaña. El ganar un premio en la lotería podría ser destinado a ayudar a gente de nuestro entorno, a cubrir necesidades básicas de vivienda o alimentación o a permitirle a un hijo acceder a la enseñanza superior. No parece una buena idea ensalzar la codicia, la cultura del pelotazo, la desidia y la mala educación desde las instituciones del Estado.


  Tanto la campaña publicitaria como la aguda respuesta de María Isabel Ferrari deberían aparecer en las portadas de nuestros periódicos al recoger alguno de los puntos esenciales sobre los que deberíamos discutir en nuestras sociedades modernas: ¿es buena la avaricia? ¿es inocua? ¿es posible construir una democracia sobre la avaricia/interés que exacerba el egocentrismo y el cálculo racional? ¿de verdad todos los hombres y mujeres nos regimos por estos principios?

  La repuesta a esta última pregunta está implícita en algunas de las cuñas radiofónicas y dicha respuesta lleva consigo una profunda carga ideológica. La respuesta da por hecho que todos los humanos somos así - egoístas, predadores, que sólo miran por sí mismos- y no sólo eso, sino que quien diga los contrario miente e intenta ocultar sus verdaderos intereses. En palabras de Fernando Escalante, autor de un recomendable libro recientemente publicado titulado Historia mínima del neoliberalismo:

(...)El presunto realismo de esa mirada busca muchas veces el refrendo de la naturaleza: de la biología, de la genética incluso, que equivale a ponerla como indiscutible, y sin remedio (sintomáticamente, no se busca en la historia, ni en la antropología)”

  Esta visión antropológica plana y unidireccional es una de las herramientas utilizadas por la ideología hoy dominante, el neoliberalismo, para justificar la construcción de una sociedad y una economía sobre la avaricia.

  Un asunto central, de largo recorrido, planteado de un modo muy agudo ya a finales de los años setenta en los Estados Unidos, explota hoy en los márgenes de nuestros medios de comunicación, en los circuitos publicitarios y en las cartas al director de un diario. Para otra ocasión dejaremos las preocupaciones de muchos autores que, hace ya décadas, manifestaron su preocupación sobre los riesgos y peligros que se asumen al construir nuestras sociedades sobre la avaricia. A modo de adelanto una breve cita de Albert Hirchsman sobre estos riesgos:


(…)Este alabado ideal de predecibilidad, este supuesto idilio de una ciudadanía privatizada que presta activa y exclusiva atención a sus intereses económicos y por tanto sirve de manera indirecta al interés público, pero nunca de forma directa, sólo se vuelve realidad en condiciones políticas de ¡pesadilla!”