“Si uno vive sólo en el presente,
corre el riesgo de desaparecer con él”
Juan
Goytisolo
La concepción del tiempo en
nuestra cultura
Los últimos años de
crecimiento económico desbordado, antes de la crisis, han convertido varios
principios en básicos para el sentido común popular. Uno es el optimismo, otro
la idea de progreso; y asociado con ambos un tercer elemento, el riesgo; a
estos tres podemos añadir aún un cuarto principio, la razón. De la
preponderancia unida de estos principios, surge una particular forma de
interpretar el tiempo, típica de lo que podríamos llamar la modernidad. En
nuestra cultura el tiempo se concibe de un modo lineal, avanza en pos de algún
objetivo... esta percepción se arraiga, en realidad, en el siglo XVIII, cuando
los ilustrados plantean la necesidad de un cambio radical respecto al mundo
existente previamente. Armados con la razón, atacaron constantemente las
creencias hasta entonces establecidas y plantearon la construcción de un mundo
ajeno al pasado, un mundo basado en razones, no en tradiciones...
Esta concepción
moderna del mundo se enquistó de tal modo en el pensamiento occidental que
penetro las dos líneas ideológicas que serán dominantes durante el siglo XX. El
liberalismo y el marxismo. Ambas corrientes ideológicas, aceptan todos los
principios anteriormente mencionados, aunque con finalidades distintas. La
razón como arma fundamental para conocer el mundo, y no sólo esto, sino la
consideración de la tradición, de los conocimientos del pasado, como algo
caduco e inútil. Ambos comparten, además, una inquebrantable fe en el progreso;
consideran que el tiempo fluye en una dirección concreta y determinada, nos
dirigimos hacia algún lugar... Asociados a estos principios, comparten también,
un optimismo inquebrantable y
consecuentemente una inclinación a asumir unos riesgos excesivos desde el punto
de vista de la estabilidad social. En relación, además, con la fe en la razón,
para ambas corrientes, será su hija, la ciencia, el oráculo del presente.
Las mejoras, avances y logros obtenidos por esta batería de principios
son incuestionables, sin embargo, hemos dedicado muy poco tiempo a pensar sobre
cuál es el ambiente en el que estos principios fraguan, y sobre todo a pensar
en las implicaciones que la aceptación inconsciente de los mismos tiene sobre
la percepción del mundo que nos rodea. Nuestra particular percepción del
tiempo, apoyada en estos principios y, sobre todo, nuestra tendencia a eliminar
lo pasado como algo inútil nos ha privado de un conjunto de conocimientos
acumulados durante generaciones, extraordinariamente valiosos.
El poeta y el muro
Esta concepción del tiempo
histórico supondrá una dificultad, ya que deberemos romper una camisa de fuerza
muy sólida. Es a este problema al que se refiere Bauman en su obra Modernidad
líquida cuando dice: “Lo que el historiador hace naturalmente es un
desafío, una tarea y una misión para el poeta. Para estar a la altura de esa
misión, el poeta no debe someterse a las verdades ya conocidas y gastadas, a
verdades que ya son “obvias” porque han sido sacadas a la superficie y han
quedado flotando allí. (...) Sea como fuere, esas “verdades” no son “eso
oculto” que el poeta está llamado a revelar, sino que son, más bien, parte del
muro que el poeta debe derribar”
La
concepción del tiempo que hoy constituye el saber convencional, forma parte en
realidad del “muro” a derribar, de la camisa de fuerza que impide ver con
claridad el presente.
Nos
plantearemos algunas dudas respecto a la percepción del tiempo hoy y
revisaremos otras formas de entender el tiempo histórico para comprobar si
resultan más útiles a la hora de analizar nuestra realidad. Resulta muy curioso
comprobar como lo que ha pasado desapercibo para una parte sustancial del
análisis teórico hecho por economistas, sociólogos o historiadores ha sido advertido
en cambio por autores vinculados al mundo de la literatura. Así Andrés Neuman,
en un artículo publicado en prensa para la promoción de su novela El viajero
del siglo, ve inquietantes similitudes entre la Europa del primer tercio
del siglo XIX y la Europa de principios del siglo XXI; y no sólo eso, sino que,
como novelista se acerca más –en nuestra opinión- a lo que las observaciones
realizadas en este trabajo muestran, y que no es otra cosa que hoy, al igual
que en el siglo XIX: “Hay una crisis de identidad que corre el peligro de
resolverse a la defensiva, en torno a valores conservadores basados en la
seguridad y la economía”.[1]
Cultura y “dinamismo”[2]
La
palabra clave a la hora de entender el proceso histórico que nos ha traído
hasta aquí es “innovación” (como acción o efecto de innovar, o lo que es lo
mismo mudar o alterar algo introduciendo novedades). La innovación es la fuerza
motriz que provoca las grandes oscilaciones en la historia económica.
De este
modo si lo que pretendemos es hacer una reconstrucción del camino recorrido, el
estudio de la innovación y sus implicaciones será nuestro particular hilo de
Ariadna.
Ahora bien
¿cuáles son esas implicaciones?, ¿por qué es la cultura occidental la que ha
llevado éstas al centro de su organización económica, incluso hasta el punto de
hacer peligrar la estabilidad social y política en aras de los cambios
introducidos por las innovaciones? ¿Por qué el cambio tecnológico es irregular
y espasmódico?
Este es un
problema de difícil solución y en todo caso las posibles respuestas no son
concretas y mesurables mediante métodos estadísticos. La mayor parte de las
explicaciones se centran en la tradición religiosa judeocristiana dominante en
occidente, y en como algunos de sus principios favorecen estas innovaciones. De
todas las explicaciones, algunas, resultan particularmente reseñables: una es
la idea del tiempo lineal; la percepción del tiempo direccional (encaminado
hacia un fin). A diferencia de otras culturas para la que el tiempo no tiene
este carácter. Además de en la tradición judeocristiana más antigua esa misma
idea se ha ido reinterpretando en distintos momentos históricos; subyace, por
ejemplo, en el método histórico hegeliano. La idea de Hegel era utilizar este
método como medio para valorar el desarrollo cultural, establecer una escala de
valores objetivos (y sancionados por la historia). Era una concepción del
tiempo finalista, entendido como una especie de carrera entre distintas
culturas hacia un fin virtuoso. Esta misma idea se puede rastrear en Herder o
Lessing, que interpretaban el paso del tiempo del mismo modo, aunque cambiando
el sujeto histórico de culturas por religiones, siendo para ellos cada una de
estas religiones una revelación progresiva de la verdad religiosa, una especie
de educación divina de la raza humana.
Aunque
por caminos distintos, las dos ideologías más relevantes del siglo XIX
incorporaron este mismo principio. Para el Marxismo la idea de progreso tiene
una raíz claramente hegeliana, al adoptar la dialéctica hegeliana como
herramienta de interpretación histórica. El liberalismo en cambio incorporó la
idea del tiempo lineal (de progreso) por su carácter utópico y optimista
(heredado de la ilustración). Los ilustrados plantean la necesidad de un cambio
radical respecto al mundo existente previamente.
Así
la filosofía del siglo XIX, adoptó tres generalizaciones, que ahondaron,
además, en el ya presente sustrato de la tradición judeocristiana;
fortalecieron la percepción del tiempo lineal hasta el punto de que para
nosotros resulta algo “natural”. Estas tres generalizaciones eran: la idea del
progreso humano universal heredada de la ilustración; la idea hegeliana de un
desarrollo histórico entendido como una sucesión progresiva de culturas
nacionales y por último la teoría de la evolución biológica de Darwin.
La idea del
tiempo como algo lineal, como progreso en el que “avanzamos”, dejando atrás
elementos culturales superados es una energía arrolladora que favorece la
innovación. Pero para los intereses de este trabajo esta idea resulta una sería dificultad, ya que
favorece el olvido y la consideración de lo pasado como algo inútil. La
concepción del tiempo histórico como algo lineal favorece la innovación y el
cambio, pero dificulta la comprensión de nuestro pasado.
Otro fuerte
pilar de la tradición judeocristiana es la consideración de la naturaleza como
algo subordinado al hombre[3].
El antropocentrismo, que durante el siglo XV en Europa vuelve a adquirir una
extraordinaria fortaleza ayuda a entender mejor porque la innovación cumplió un
importante papel en la cultura occidental. La consideración de la naturaleza
desde un punto de vista utilitario no es en absoluto un lugar común en la
historia de la humanidad, sin embargo, si resulta algo natural en el ámbito
occidental.
La
influencia ya planteada por Max Weber, de la ética protestante en el desarrollo
de lo que podemos llamar el paleocapitalismo moderno, apunta también a la
elevada valoración social del trabajo, como otro factor favorecedor del
desarrollo de innovaciones.
De
este modo, la cultura, es un factor determinante a la hora de explicar la
actitud frente a la innovación en diferentes momentos o en distintos lugares.
Tal y como indicamos al principio, la innovación es clave a la hora de
comprender porque la “historia se pone en marcha” en determinados momentos, y
como durante otros períodos el cambio se ralentiza o se detiene.
Así
podemos concluir que determinados valores culturales favorecen o retienen la
innovación, y que esta a su vez es capaz de generar movimientos históricos de
largo recorrido. De este modo, los valores no son importantes sólo porque se
encuadren dentro de un determinado ámbito cultural, sino que al estar ellos
mismos sujetos a cambio y evolución pueden a su vez favorecer o dificultar la
innovación y con ella la puesta en marcha del motor de la historia.
Individuo
y cambio
Además de los elementos culturales, la estructura
social interna, el nivel de desigualdad social, también puede resultar
relevante. El individualismo, fortalecido durante el renacimiento europeo,
puede tener también una influencia considerable al disolver de un modo
progresivo los lazos sociales y la consideración de lo social, sustituyéndola
por un “atomismo individualista”, extremado en el caso de la filosofía liberal
del siglo XIX, que tiende lógicamente a valorar los benéficos privados o
individuales que produce la innovación frente al perjuicio social que, al
menos, en el corto plazo suponen las innovaciones al desestabilizar el sistema
productivo (conocimientos obsoletos, pérdida de empleos debida a la
mecanización, migraciones forzosas...).
Si
lo apuntado es correcto, los períodos en los que las desigualdades sociales se
incrementan, las innovaciones deberían ser capaces de imponerse con más fuerza.
En realidad se trata de un proceso que se retroalimenta, ya que las
innovaciones, al menos inicialmente, incrementan la desigualdad, al disolver
rápidamente una determinada estructura social apoyada en una determinada
organización del trabajo y limitar la capacidad de resistencia de aquellos
perjudicados por la innovación. Una vez vencida la resistencia e incrementada
la desigualdad la innovación se acelera al perder los frenos sociales que se le
oponían. Teniendo en cuenta estas implicaciones, la cultura occidental, como
peculiar (por poco frecuente) sujeto histórico, ha favorecido la innovación de
un modo general y, además, durante determinados momentos históricos los cambios
culturales (o de valores) han favorecido aún más esos cambios.
Tiempo lineal, dinamismo y riesgo
La
mayor parte de los sistemas económicos y sociales históricos tienden a la
estabilidad, su mayor preocupación es la seguridad. Para muchas culturas no
europeas han existido una serie de frenos culturales y sociales que actuaban
limitando el cambio, la innovación y, por tanto, la inseguridad. Alguno de
estos frenos sería, por ejemplo, una concepción cíclica del tiempo; con una
idea de tiempo lineal y de progreso muy asentada, los cambios y las
innovaciones se enfrentan de un modo optimista: cambiamos para mejorar. Una
percepción cíclica plantea, sin embargo, dudas respecto a si un cambio va a
suponer obligatoriamente una mejora. Como ya hemos visto, las peculiares
características de la cultura occidental, y desde la expansión geográfica del
siglo XV, han hecho que esta en cambio sea extraordinariamente proclive al
cambio.
Ahora
bien, ¿qué suponen la innovación y el
cambio?. Suponen en realidad una desestabilización. Cuando se produce una
innovación técnica lo suficientemente importante cambian de un modo radical las
reglas del juego económico; los costes, los criterios de localización de la
actividad económica, los conocimientos considerados útiles, la distribución del
producto obtenido por la actividad... por otra parte en torno a estas
innovaciones principales se irán arracimando otras, creando una dinámica
transformadora que podríamos ver como un círculo virtuoso. El ejemplo histórico
clásico de este proceso sería la invención de la máquina de vapor y su
posterior aplicación a distintos sectores productivos como el textil o
posteriormente aplicada al ferrocarril. La desestabilización genera crecimiento
económico al desarrollar nuevos sectores y al obligar a profundos reformas
estructurales en los ya existentes. El problema radica en que todo en la tierra
es finito, y como tal cuando el empuje que anima estos círculos virtuosos de
crecimiento cesa, se produce el efecto inverso. Lo que antes era expansión
ahora será necesariamente ajuste al tener que adaptarse el sistema productivo
dimensionado para hacer frente a estas transformaciones a un descenso de la
actividad, una vez que por ejemplo la adaptación al nuevo paradigma tecnológico
se ha completado. Siguiendo este esquema la actividad económica presenta un
carácter cíclico, en el que se alternan períodos de crecimiento y de recesión.
[1]
Véase El país, Un retrato futurista del pasado, 24 de marzo de 2009, p.
44
[2] Véase Roth, J., La
filial del infierno en la tierra, Barcelona, Acantilado, 2004, p. 176
[3] Véase Génesis
Cap.1-28 “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad
sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre
todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”