En
ocasiones lo esencial de nuestro tiempo pasa desapercibido. Mientras
en los medios de comunicación se dedican incontables páginas,
palabras e imágenes a lo accidental se relegan a la marginalidad, a
las orillas de los flujos de la información los aspectos
sustanciales que configuran el espíritu de nuestro presente.
En
1977, Albert Hirschman publicaba un libro, hoy ya convertido en
clásico, titulado Las pasiones y los intereses. En él,
Hirschman reconstruía las largas cadenas de ideas que, desde los
siglos XVII y XVIII, habían llevado a la edificación ideológica
del capitalismo. Una primera gran mutación en el ámbito moral se
produjo cuando uno de los pecados capitales, que San Agustín
consideraba en igualdad en cuanto a su ignominia, se convirtió en
algo inocuo, en una herramienta con la que domesticar las
pasiones humanas y con la que mejorar el arte de gobernar a los
hombres. Esos pecados capitales eran: la ambición del poder y la
gloria, la lujuria y la avaricia. Fue en ese lapso de tiempo de
doscientos años y a través de las obras de autores como Mandeville
o Adam Smith cuando la avaricia, antes considerada un pecado
peligroso, pasó a considerarse un instrumento, una “nueva”
tecnología del poder que, siguiendo la estela de Maquiavelo,
pretendía definir cómo son los humanos en realidad y
aprovechar sus pasiones, sus pecados, para fomentarlos en vez de
reprimirlos con el fin de conducir a los hombres. En algún momento a lo largo del siglo XVIII la avaricia dejó de ser considerada un pecado
reprensible y pasó a denominarse interés. El uso de este eufemismo
eliminaba las reminiscencias negativas de la anterior acepción
pecaminosa. De este modo la avaricia, oculta bajo el término
interés, fue la elegida por su constancia y su carácter predecible
como pasión intemporal y omnipresente en todos las personas (sic), como la
clave sobre la que construir un nuevo modo de pastorear
hombres.
En el mundo actual estas cadenas de ideas aparentemente lejanas, estos
relatos académicos parecen insustanciales, accesorios. Sin embargo
una mirada atenta a la actualidad hace que los mismos se muestren en
toda su crudeza. Alejándonos ahora del ámbito académico y
volviendo a nuestro rutinario mundo diario, deberíamos fijar nuestra
atención en algo, tan aparentemente inocuo, como una serie de
anuncios radiofónicos cuyo denominador común es el título: “No
tenemos sueños baratos”. En ellos el Estado, para promocionar una
Lotería apela a la avaricia más descarnada. Después de varios
meses observando si se producía alguna reacción pública frente a
esta campaña, por fin, una excelente carta al director de María
Isabel Ferrari Pierro publicada por el diario El País el pasado 23
de julio expresaba perfectamente las dudas y conflictos profundos que
este tipo de planteamiento debiera producirnos. La autora de la carta se
expresaba en los siguientes términos:
Cada
vez que oigo la publicidad de Loterías y Apuestas del Estado me digo
que quizá no debiéramos propagar con tanta ligereza, banalidad y
displicencia una imagen tan poco edificante de las debilidades
humanas. Resulta triste y casi obsceno que se haga machaconamente
hincapié en la supuesta tendencia del ser humano a corromperse,
degradarse, abandonar todo orgullo por el trabajo bien hecho o
cualquier viso de idealidad, ensoñación genuina, espiritualidad o
solidaridad, en aras de perseguir como único objetivo los bienes
materiales y hacer apología de la avaricia. Frases tales como “no
tenemos sueños baratos”, “no importa cómo empiecen tus sueños,
todos acaban igual”, “me gustaría estar forrao,
forrao” (anunciante
dixit),
y
siempre expresadas burdamente, demuestran a las claras la concepción
de la naturaleza humana que subyace en dicha campaña. El ganar un
premio en la lotería podría ser destinado a ayudar a gente de
nuestro entorno, a cubrir necesidades básicas de vivienda o
alimentación o a permitirle a un hijo acceder a la enseñanza
superior. No parece una buena idea ensalzar la codicia, la cultura
del pelotazo, la desidia y la mala educación desde las instituciones
del Estado.
Tanto la campaña publicitaria
como la aguda respuesta de María Isabel Ferrari deberían aparecer
en las portadas de nuestros periódicos al recoger alguno de los
puntos esenciales sobre los que deberíamos discutir en nuestras
sociedades modernas: ¿es buena la avaricia? ¿es inocua? ¿es
posible construir una democracia sobre la avaricia/interés que
exacerba el egocentrismo y el cálculo racional? ¿de verdad todos
los hombres y mujeres nos regimos por estos principios?
La
repuesta a esta última pregunta está implícita en algunas de las
cuñas radiofónicas y dicha respuesta lleva consigo una profunda
carga ideológica. La respuesta da por hecho que todos los humanos
somos así - egoístas, predadores, que sólo miran por sí mismos- y
no sólo eso, sino que quien diga los contrario miente e intenta
ocultar sus verdaderos intereses. En palabras de Fernando
Escalante, autor de un recomendable libro recientemente publicado
titulado Historia mínima del neoliberalismo:
“(...)El
presunto realismo de esa mirada busca muchas veces el refrendo de la
naturaleza: de la biología, de la genética incluso, que equivale a
ponerla como indiscutible, y sin remedio (sintomáticamente, no se
busca en la historia, ni en la antropología)”
Esta
visión antropológica plana y unidireccional es una de las
herramientas utilizadas por la ideología hoy dominante, el
neoliberalismo, para justificar la construcción de una sociedad y
una economía sobre la avaricia.
Un
asunto central, de largo recorrido, planteado de un modo muy agudo ya
a finales de los años setenta en los Estados Unidos, explota hoy en
los márgenes de nuestros medios de comunicación, en los circuitos
publicitarios y en las cartas al director de un diario. Para otra
ocasión dejaremos las preocupaciones de muchos autores que, hace ya
décadas, manifestaron su preocupación sobre los riesgos y peligros
que se asumen al construir nuestras sociedades sobre la avaricia. A
modo de adelanto una breve cita de Albert Hirchsman sobre estos
riesgos:
“(…)Este
alabado ideal de predecibilidad, este supuesto idilio de una
ciudadanía privatizada que presta activa y exclusiva atención a sus
intereses económicos y por tanto sirve de manera indirecta al
interés público, pero nunca de forma directa, sólo se vuelve
realidad en condiciones políticas de ¡pesadilla!”
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