lunes, 1 de agosto de 2016

AVARICIA Y CONDICIONES POLÍTICAS DE PESADILLA

  En ocasiones lo esencial de nuestro tiempo pasa desapercibido. Mientras en los medios de comunicación se dedican incontables páginas, palabras e imágenes a lo accidental se relegan a la marginalidad, a las orillas de los flujos de la información los aspectos sustanciales que configuran el espíritu de nuestro presente.

  En 1977, Albert Hirschman publicaba un libro, hoy ya convertido en clásico, titulado Las pasiones y los intereses. En él, Hirschman reconstruía las largas cadenas de ideas que, desde los siglos XVII y XVIII, habían llevado a la edificación ideológica del capitalismo. Una primera gran mutación en el ámbito moral se produjo cuando uno de los pecados capitales, que San Agustín consideraba en igualdad en cuanto a su ignominia, se convirtió en algo inocuo, en una herramienta con la que domesticar las pasiones humanas y con la que mejorar el arte de gobernar a los hombres. Esos pecados capitales eran: la ambición del poder y la gloria, la lujuria y la avaricia. Fue en ese lapso de tiempo de doscientos años y a través de las obras de autores como Mandeville o Adam Smith cuando la avaricia, antes considerada un pecado peligroso, pasó a considerarse un instrumento, una “nueva” tecnología del poder que, siguiendo la estela de Maquiavelo, pretendía definir cómo son los humanos en realidad y aprovechar sus pasiones, sus pecados, para fomentarlos en vez de reprimirlos con el fin de conducir a los hombres. En algún momento a lo largo del siglo XVIII la avaricia dejó de ser considerada un pecado reprensible y pasó a denominarse interés. El uso de este eufemismo eliminaba las reminiscencias negativas de la anterior acepción pecaminosa. De este modo la avaricia, oculta bajo el término interés, fue la elegida por su constancia y su carácter predecible como pasión intemporal y omnipresente en todos las personas (sic), como la clave sobre la que construir un nuevo modo de pastorear hombres.

  En el mundo actual estas cadenas de ideas aparentemente lejanas, estos relatos académicos parecen insustanciales, accesorios. Sin embargo una mirada atenta a la actualidad hace que los mismos se muestren en toda su crudeza. Alejándonos ahora del ámbito académico y volviendo a nuestro rutinario mundo diario, deberíamos fijar nuestra atención en algo, tan aparentemente inocuo, como una serie de anuncios radiofónicos cuyo denominador común es el título: “No tenemos sueños baratos”. En ellos el Estado, para promocionar una Lotería apela a la avaricia más descarnada. Después de varios meses observando si se producía alguna reacción pública frente a esta campaña, por fin, una excelente carta al director de María Isabel Ferrari Pierro publicada por el diario El País el pasado 23 de julio expresaba perfectamente las dudas y conflictos profundos que este tipo de planteamiento debiera producirnos. La autora de la carta se expresaba en los siguientes términos:

Cada vez que oigo la publicidad de Loterías y Apuestas del Estado me digo que quizá no debiéramos propagar con tanta ligereza, banalidad y displicencia una imagen tan poco edificante de las debilidades humanas. Resulta triste y casi obsceno que se haga machaconamente hincapié en la supuesta tendencia del ser humano a corromperse, degradarse, abandonar todo orgullo por el trabajo bien hecho o cualquier viso de idealidad, ensoñación genuina, espiritualidad o solidaridad, en aras de perseguir como único objetivo los bienes materiales y hacer apología de la avaricia. Frases tales como “no tenemos sueños baratos”, “no importa cómo empiecen tus sueños, todos acaban igual”, “me gustaría estar forrao, forrao” (anunciante dixit), y siempre expresadas burdamente, demuestran a las claras la concepción de la naturaleza humana que subyace en dicha campaña. El ganar un premio en la lotería podría ser destinado a ayudar a gente de nuestro entorno, a cubrir necesidades básicas de vivienda o alimentación o a permitirle a un hijo acceder a la enseñanza superior. No parece una buena idea ensalzar la codicia, la cultura del pelotazo, la desidia y la mala educación desde las instituciones del Estado.


  Tanto la campaña publicitaria como la aguda respuesta de María Isabel Ferrari deberían aparecer en las portadas de nuestros periódicos al recoger alguno de los puntos esenciales sobre los que deberíamos discutir en nuestras sociedades modernas: ¿es buena la avaricia? ¿es inocua? ¿es posible construir una democracia sobre la avaricia/interés que exacerba el egocentrismo y el cálculo racional? ¿de verdad todos los hombres y mujeres nos regimos por estos principios?

  La repuesta a esta última pregunta está implícita en algunas de las cuñas radiofónicas y dicha respuesta lleva consigo una profunda carga ideológica. La respuesta da por hecho que todos los humanos somos así - egoístas, predadores, que sólo miran por sí mismos- y no sólo eso, sino que quien diga los contrario miente e intenta ocultar sus verdaderos intereses. En palabras de Fernando Escalante, autor de un recomendable libro recientemente publicado titulado Historia mínima del neoliberalismo:

(...)El presunto realismo de esa mirada busca muchas veces el refrendo de la naturaleza: de la biología, de la genética incluso, que equivale a ponerla como indiscutible, y sin remedio (sintomáticamente, no se busca en la historia, ni en la antropología)”

  Esta visión antropológica plana y unidireccional es una de las herramientas utilizadas por la ideología hoy dominante, el neoliberalismo, para justificar la construcción de una sociedad y una economía sobre la avaricia.

  Un asunto central, de largo recorrido, planteado de un modo muy agudo ya a finales de los años setenta en los Estados Unidos, explota hoy en los márgenes de nuestros medios de comunicación, en los circuitos publicitarios y en las cartas al director de un diario. Para otra ocasión dejaremos las preocupaciones de muchos autores que, hace ya décadas, manifestaron su preocupación sobre los riesgos y peligros que se asumen al construir nuestras sociedades sobre la avaricia. A modo de adelanto una breve cita de Albert Hirchsman sobre estos riesgos:


(…)Este alabado ideal de predecibilidad, este supuesto idilio de una ciudadanía privatizada que presta activa y exclusiva atención a sus intereses económicos y por tanto sirve de manera indirecta al interés público, pero nunca de forma directa, sólo se vuelve realidad en condiciones políticas de ¡pesadilla!”






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.